lunes, 19 de mayo de 2014

El cazador cazado

"La gente normal se podía morir"
Roberto Iniesta


No serían más de las cuatro cuando comenzó a llover. Aún quedaba whisky en mi vaso pero el camarero nos pedía que dejásemos el bar, decía que su mujer lo esparaba y tenía muy mal carácter. Le explicamos que en pleno mes de febrero volver mojados a casa sería sinónimo de tener fiebre mañana y que con fiebre mañana no podríamos volver a su local y que si no volviamos al día siguiente su máxima fuente de ingresos quedaría anulada.  Se calló y reflexionó mientras dos cucarachas correteaban por la estantería de las botellas. Finalmente no solo no nos echó si no que invitó a la última ronda.

La excusa de la posible fiebre no nos valió para prolongar nuestra estancia allí mucho más, así que tuvimos que dejar al barman y a sus cucarachas. Con la banda disuelta, mojado y andando por las  oscuras calles de Granada no me quedaba más que volver a casa. Crucé Gran Capitán y terminé en la plaza de la Trinidad, no preguntéis porqué elegí ese camino, no es el más corto... en realidad ni siquiera era un camino que fuera a mi apartamento, quizás solo deambulaba o quizás me hubiera perdido. El caso es que al llegar a plaza escuché "¿tienes fuego?".

La voz fina pero claramente afectada por el alcohol venía de algún punto de la plaza el cual no conseguía localizar. Al darme la vuelta me vi a una chica que me miraba fijamente con un cigarro en la boca. Granada es una ciudad de especimenes raros donde, incluso, la gente normal se comporta de manera inhabitual. Quizás el uso del adjetivo normal no sea el adeacuado, creo que en Granada no hay muchas cosas normales, en este caso para no confundir al lector olvidaremos la última referencia hacía la muchacha y la cambiaremos por "pija".

El primer pensamiento que me corrió por la cabeza era el de cómo había llegado en la madrugada de un lunes una chica de pelo rubio planchado, perlas en las orejas y dos kilos de maquillaje en la cara hasta la Trinidad. No es que fuese especialmente peligroso pero lo normal en esa zona ese día y a esa hora es ver más mendigos y yonkis que cachorros del PP sueltos por ahí.

"¿Pero tienes fuego?" Me fijé en sus ojos, azules casi grises, y debajo del derecho un buen golpe maquillado pero visible. Eso sin hablar de unas pupilas exageradamente dilatadas que me hicieron pensar que esta mujer ya no sabía ni donde estaba de pie. Me equivocaba.

"No, no fumo"  Ella, a pesar de no medir más de 1.60 con esos enormes tacones, tenía una presencia imponente. Supongo que no era por su físico, más bien por la sensación que daba de que si le hubieran cortado uno a uno los dedos de la mano no se hubiera quejado.  "¿A dónde vas?" "A donde tú quieras" me hubiera gustado contestar pero me limité a decir "Estoy cansado, a casa". "Hace frío y no tengo abrigo" entonces pensé que era mejor no preguntarle donde había acabado su abrigo aquella noche.

Una serie de frases más, algunas de ellas bastante pocos coherentes, terminaron en un acuerdo: yo la acompañaba hasta su casa (que estaba a tomar por culo) si ella lograba invitarme a una última (otra última) copa en algún bar. Yo no quería andar (ni dormir acompañado esa noche) así que pensé que un lunes a esa hora sería imposible localizar ningún sitio abierto. Ciertamente, no me equivocaba, pero me terminé dando cuenta de eso cuando llevabamos diez minutos sin intercambiar ninguna palabra y no parabamos de andar. El cazador cazado.

Cuando me di cuenta de la jugada le dije que era tarde (o muy temprano, uno a esa hora no sabe eso muy bien) y que me volvía a mi casa antes de estar perdido y no saber volver. Ella me miró, dejó de tener la cara de "todo-me-da-igual-la-vida-es-una-mierda" y me confesó asustada "Me dan miedo los fantasmas que habitan en mi sueños". Yo pensé "Cojones, a ver como sales de esta".

Sí, lo admito, si bien había sido engañado para escoltarla hasta su casa ahora me veía en la disyuntiva de creerme o no la historia de unos supuestos monstruos que le mordían mientras soñaba y que por eso intentaba dormir lo menos posible. Quizás estéis pensando que qué más da si me lo creía o no, que bien podría volverme a mi casa o bien subir con ella a su piso. Pero no, tanto subir como volverme eran movimientos esperados y normales, los fantasmas eran lo que hacían la historia dejando a un lado su posible desenlace.  

No respondí nada y ella me cogió de la mano y me metió en su portal. Ibamos dejando un rastro de agua por la entrada del edifico hasta el ascensor, atrás solo había silencio. En su casa me ofreció la famosa última copa que había provocado que mis huesos acabesen allí (empapados, todo hay que decirlo, no había dejado de llover desde las cuatro y algo). Hubiera preferido un café, un té o un secador pero tengo una imagen que mantener y acepte el vaso de whisky. Sería una niña bien pero su dinero no se iba en alcohol de calidad, aquello sabía a matarratas. 

Luego, sin apenas hablar, nos atrincheramos en su cama e hicimos muros con las sábanas. Ella era tan dama como yo caballero pero como tenía que alejar a los monstruos de ahí saqué mi espada y la dejé desenvainada todo lo que quedaba de noche, si es que quedaba. Solo recuerdo que cerré los ojos y los abrí cerca de las dos de la tarde. Ella dormía oliendo a ginebra pero con cara de no haber visto nada que le perturbase la ensoñación de aquel día.

Me vestí y pensé que debía volver en autobus, que vete a saber en que punto de Granada podía estar. Ella abrió los ojos y me miró. Yo le dije "Buenos días" y ella me dijo que volviera a la cama que me invitaba a comer. Le repliqué que en dos horas debía pasar por la universidad así que me iba. Ella se puso nerviosa, me enganchó por las mangas y me gritó "¡Los monstruos no son nada! me aterran las brujas que viven en mi ventana". Yo me giré y le eché un vistazo a la ventana, que tenía las persianas bajadas, no me dio la impresión de que allí viviera nadie pero ella parecía muy convencida, tanto que estaba llorando y con la respiración agitada. Mi primera idea fue subir las persianas y buscar a esas malvadas brujas y acabar con ellas, pero iba a ser dificil combatir con una rubia agarrada a mi brazo así que, sin entender mucho de la situación ya que no había visto ni fantasmas ni brujas ni nada, desenvaine mi espada (otra vez) y voví a la cama.

Después de aquel día no volví a saber de ella pero si que adquirí una mala costumbre: Cuando me dan las tantas en Granada, antes de volver a cualquier sitio, siempre paso por la plaza de la Trinidad por si alguna necesitara de mi ayuda...


No hay comentarios:

Publicar un comentario