lunes, 27 de octubre de 2014

Una temporada en el infierno (versión andaluza)

La vida es una gran broma. Una historia diacrónica de fracasos y decepciones que son interrumpidos cada cierto tiempo por instantes de fugaz felicidad. La felicidad es una estafa. Respiramos durante un tiempo finito, trabajamos según lo que establezca la sociedad de turno, procreamos en nombre de lo que llamamos amor y que no deja de ser un burdo engaño de la naturaleza para romper nuestro egoísmo innato. Egoísmo innato. Y al final un día tu cuerpo dice hasta aquí hemos llegado, y tu nombre pasa a ser un recuerdo en boca de tus conocidos. Por lo tanto hasta tu recuerdo tiene fecha de caducidad. Y si eso es así ¿qué sentido tiene amasar una fortuna? ¿o construir un mausoleo familiar? ¿o dejar testamento? La vida es un suspiro. El otro día escuché a un payaso que actuaba en un programa infantil de la televisión hacer una pregunta a sus pueriles espectadores ¿Qué se debe hacer para llegar a los 100 años? Su respuesta fue cuidarse mucho a los 99.

A los 27 me propuse matarme viviendo. Si entendemos la muerte como la pena capital por haber vivido no me parecía tan descabellado querer irme al otro barrio pensando que me había merecido tal condena. No es que la vida me tratara mal, había tenido puntos negros como aquel accidente de tráfico que me dejó sin padres y a mí con una evidente cojera. Me crié con mi abuela, en el ámbito económico el patrimonio familiar y la pensión que me quedó siempre me han permitido llegar a fin de mes sin problemas. Estudié en un buen colegio y me licencié en Derecho con un expediente más que digno. Pero me había cansado de vivir. Me veía como parte de un engranaje que pertenecía a una maquinaria, a una monstruosa maquinaria, que ni entendía ni quería entender. Me di a las noches que se juntaban con los días y que se volvían a transformar en noche así hasta perder la cuenta de las lunas que había pasado fuera de mi casa. Probé todo lo que se podía probar, abusé de todos los excesos que pude comprar y me iba a la cama con la primera que se dejara querer. Llegué a los 31 sin más perjuicio por parte de la vida que unas pocas canas y algo menos de peso. Todo me empezó a aburrir. Entonces comencé a cruzar las calles sin mirar, a lo Mario Santiago -pero con más fortuna que él porque a mí nunca me atropelló ningún coche-, provoqué y  participé en todo tipo de trifulcas de bares siendo la más memorable aquella en la que, a las 6 de la mañana y tomando una cerveza en el Trini, rompí sin venir a cuento mi bastón –recuerden, padezco una cojera- sobre la espalda de un borracho que llevaba una camiseta del Betis. No sufrí un solo rasguño.

A los 33 conseguí provocarme un coma etílico agravado por algún que otro gramo de speed. Por entonces ya llevaba un año viviendo solo en el piso de la plaza del Duque, mi abuela había fallecido la primavera pasada. A su entierro, me contaron, no fue casi nadie, por no ir no fui ni yo que llevaba desaparecido una semana y me enteré de la noticia al llegar a casa. Cuando me contaron que habían dado sepultura a la que había sido mi madre desde los 6 años me limité a tirarme en la cama y echarme a dormir, llevaba más de cuatro días sin cerrar los ojos. En los últimos meses me había empezado a juntar con la flor y nata de las artes y letras sevillanas, o eso decían ellos. Si no eran tanto por lo menos eran los que hacían bandera del humanismo más radical en la zona de bares de la Alameda de Hércules. Había de todo: actoruchos de tarde de domingo, poetas cierras bares, literatos de tres al cuarto e incluso algún clown revenido. No es que no fueran buenos, es que no estaban en el lugar adecuado y seguramente tampoco en el tiempo más idóneo. Si debo destacar a alguno de ellos me quedaría con Emilio. Emilio estaría dentro de la clasificación de poetas cierra bares, era un tipo bajito y regordete, olía de manera peculiar, no mal, peculiar, y tenía una calva diametralmente contraria a la barba de náufrago que lucía. Iba siempre escribiendo en su pequeña libreta marrón y cuando bebía se dedicaba a pintar con frases las paredes. Era un filósofo a su manera, pero sobre todo era un gran pensador de barra de bar. Un día le confesé mi historia, él se calló, me miró y se empezó a descojonar –buen chiste- me dijo. Aquello debió ser unos meses antes de que encontraran su cuerpo flotando en el Guadalquivir. La versión de la familia era que, con alguna copa de más, se había lanzado al río a nadar para hacer la gracia con unos amigos. Emilio murió como vivió, con descaro y sin respeto, todos nosotros sabíamos que se había lanzado desde el Alamillo una noche de frío helado de diciembre.

A los 35 entré de lleno en una depresión. El mundo que me había tocado vivir era de plástico, todo artificial. Todas las caras eran la misma, todas las palabras eran mentira, todo acto era interesado, todo destino había sido manipulado. Acudí a un especialista –sí, a un psiquiatra-, me hinché de Prozack y otras mierdas y dejé el alcohol y otros vicios. Como consecuencia de dejar la mala vida empecé una relación con una chica poco menor que yo. Pero todo me daba igual.

Quiso la vida que el día que dejé éste mundo fuera irónicamente un 14 de abril. Una de las cosas que siempre había temido del día de mi muerte era mi cadáver. La impotencia de lo que sucediera con mi cuerpo una vez que yo no pudiera defenderlo. Podría haber sido un festín para las ratas en el caso de que muriese y nadie se diese cuenta hasta meses después de mi desaparición; podría estar en la morgue y que algún trabajador pervertido cumpliera sus deseos más oscuros con mi cuerpo; o bien podría simplemente ser lanzado a una fosa común si nadie reclamaba mi desdichado cadáver. Así que se lo puse fácil a la humanidad: llené de velas el baño del servicio del piso, abrí el gas y me tragué de golpe todo un bote de Valiums.. Y sí, sé lo que piensan, nunca me cayeron bien mis vecinos.

La verdad es que me he parado a hablar contigo porque, a pesar de estar rodeados de llamas que abrasan pero no queman, no hay manera de encontrar alguien que me encienda el pitillo en el jodido averno y con esto de estar encerrados aquí me temo que no encontraré nunca un mechero ¿no tendrás uno no?