Toda
historia se escribe desde un principio de observación. Los ojos y los oídos
captan lo que luego la mano escribe. Después de leer mi relato me llamaran
mentiroso o bien exagerado, loco o algún adjetivo que describa a quien llevo
dentro. No se puede ser juez y parte, por tanto no debo ser yo el que estime si
mis actos durante estos últimos meses en la Facultad de Filosofía y Letras
fueron fruto de un episodio psicótico o realmente estaban justificados por la obligatoriedad
de los hechos que a continuación narraré.
Un
día del pasado año llegó a la mesa de mi escritorio un sobre que contenía una
nota con una sola frase “Han matado a la Poesía”. Un crimen se había llevado a
cabo, un cadáver estaba tendido sobre la acera y yo tenía el deber de resolver
este asesinato. Hacía un par de años que
no me encargaban ningún asunto relevante y este caso podría relanzar mi carrera
como investigador. Cogí mi libreta y un bolígrafo, las guardé en mi mochila y
salí por la puerta de mi apartamento. La única indicación que tenía el sobre
era una dirección en el cierre “Avenida Doctor Gómez Ulla, 1”. Apreté los
dientes y bajo una fina lluvia de otoño me dirigí hacia aquel lugar.
Al
llegar al sitio me encontré con que era la Facultad de Filosofía y Letras. La
Universidad de Cádiz había hecho suyo un antiguo cuartel y había cambiado la
armería por la biblioteca y alguna que otra cosa más. Antes de cruzar el umbral
apagué el cigarrillo contra la fachada exterior y sacudí mi gabardina del agua
de la llovizna. Allí dentro podría estar el asesino y debía desconfiar de
todos.
Al
poner un pie en el vestíbulo sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Me giré
lentamente y allí, dentro de la recepción, dos ojos medio cerrados me miraban
tras los cristales de unas gafas. Dije “Buenos días” pero el conserje parecía
una estatua que hubieran robado del Parque Genovés y hubiesen dejado allí. No
supe cómo reaccionar ante la no devolución del saludo así que paso a paso fui
abandonando la entrada para dirigirme hacia las entrañas del edificio. El
interior de la Facultad mantenía la estructura castrense con unas edificaciones
modernas agregadas con posterioridad a la construcción original. La división del entramado de aulas rozaba lo
laberintico hasta el punto de que era mejor seguir mi instinto detectivesco que
los carteles indicadores. En realidad no sabía a donde debía ir por lo que
técnicamente no puedo decir que me perdiera pero ciertamente nunca tuve claro
por donde anduve explorando. “Todos los caminos llevan a Roma” supuse. Tras
deambular una hora me detuve frente a uno de los numerosos paneles de
cartelería para uso libre, allí se acumulaban anuncios de toda índole y de una
holgura temporal de la que concluí que no despejaban de anuncios el panel desde
hace años. No era una exageración, por curiosidad metí la mano entre varios
carteles para llegar hasta el corcho y saqué una octavilla que estaba grapada “Conferencia
en el Aula Magna. Escritor invitado: Dámaso Alonso”
La
Poesía había muerto pero ¿quién la había matado? En la Facultad los perfiles
sospechosos se podían reducir a unos pocos: los docentes; los alumnos; y la
administración política en la cual se encontraban desde el Consejo de Gobierno,
el decanato hasta los responsables de los departamentos. ¿Quién tendría motivos
para tal asesinato? ¿Por dónde empezar a resolver el caso? En ese momento no
tenía respuesta a estas cuestiones pero sí empezaba a notar la imperiosa
necesidad de acudir al urinario más cercano. Estaba en el hecho cuando me fijé
en un pequeño escrito en la pared del baño “vivo en conversación con los
difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”. Reflexione, me subí la
cremallera, sonreí y puse rumbo hacia el cementerio más cercano.
El
olor a papel me invadió cuando abrí la puerta. La biblioteca se extendía por
varias salas y niveles lo que me iba a suponer muchas horas de trabajo.
Necesitaba ojear el catálogo así que busqué los ordenadores y al encontrarlos
me llevé la sorpresa de que todos estaban apagados. Usé todos mis conocimientos
de informática avanzada para solucionar este contratiempo: pulsé el botón de
encendido pero las computadoras no arrancaron. También chequeé los cables pero
todos estaban en sus correspondientes conexiones y todas las fuentes de
alimentación estaban conectadas a la corriente eléctrica. Agotados mis recursos
en ingeniería informática me vi obligado a acercarme al mostrador a pedir ayudar.
“¿Ha probado a encender los ordenadores?” “Sí señora, pero no encienden” “¿Has
mirado que estuvieran enchufados?” “Sí, también” “Qué extraño, bueno, dígame qué
libro busca” “En realidad ninguno en particular”. Avergonzado me di media
vuelta y me perdí entre las estanterías.
Quizás
anduve unos minutos o unas horas, no sabría deciros, el caso es que andando
llegué a una sala a la que no sabría volver. Allí se encontraba un hombre
sentado en una silla entre montañas de libros. Se me congeló el alma al ver que
este individuo, con perilla y gafas, tenía un puñal clavado en la espalda. Le
pregunté “Señor ¿está usted bien?” “Raro este cielo para ser de mayo” me
respondió. Miré hacia arriba pero solo vi las barras fluorescentes que
iluminaban la habitación. “Estoy investigando la muerte de la Poesía” “Querrá
usted decir el asesinato” “¿Qué sabe usted del hecho?” “Muerta está por la
ideología. Asesinada fue por Caín”. En algún momento de la conversación, y sin
que me percatase, el hombre de las gafas cogió una escopeta y ahora la tenía
entre sus manos. Ante mi asombro éste introdujo el cañón en su boca y se
disparó. Salí corriendo por lo que me parecieron infinitos corredores de obras
escritas hasta llegar a otra sala, ésta mucho más grande, donde había un trono
hecho con volúmenes de antología poéticas variadas y que estaba adornado por
botellas de whiskey vacías. Un anciano
con una corona de juguete sobre la frente estaba sentado a modo de rey.
“Majestad” le dije con cierto sarcasmo “estoy investigando el asesinato de la Poesía
¿no tendrá su alteza información sobre tal vil hecho?” “Vosotros, todos
vosotros, toda esa carne que en la calle se apila, sois para mí alimento”.
Mientras me respondía eso me apuntó con el dedo índice de su mano izquierda y
abrió los ojos como si fuera un búho. “¿Follamos? A mí no me gustan los hombres
pero es más fácil ligar con ellos” Si ya me habían aterrado sus primeras frases
la última me hizo volver a salir corriendo entre el laberinto de libros. Di a
parar a una salita donde había apilado bloques de billetes y donde había un
espejo con una inscripción “Di algo, coge tu dinero y vete”. Me asomé al espejo
y vi mi reflejo pero lo que había detrás no era la estancia donde me encontraba
sino un auditorio lleno de gente que me miraba atentamente. Muerto de vergüenza
dije “Buenas noches, he llegado hasta aquí investigando un asesinato…” y no
supe que más decir. Tras unos segundos de incómodo silencio alguien del público
gritó “¡Bravo! ¡Genio! ¡Poeta!” y todos los asistentes enloquecieron
aplaudiéndome como si les hubiese presentando la mayor obra de arte de la
historia. El espejo se quebró y yo volví a huir hasta que encontré la puerta
para abandonar la biblioteca.
Había
tomado nota de cada suceso de la experiencia acaecida minutos atrás. Tenía que
analizarla y sacar conclusiones. Me dirigí hacia la cafetería con intención de
tomar un café mientras estudiaba mis apuntes pero al llegar allí me encontré un
centenar de personas intentando tomar por la fuerza un sitio en la barra. Me
llamó la atención que no todas las mesas estaban ocupadas por lo que el flujo
de gente que abandonaba las mesas era inferior al que había conseguido hacer su
pedido lo cual era un movimiento ilógico. Conseguí hacerme un hueco entre la
multitud para averiguar que estaba pasando y vislumbre a varios camareros que
iban de un lado a otro con pedidos pero que por el camino iban hablando con
toda la primera fila. Entendí que tardaría bastante en conseguir algo que tomar
así que decidí salir fuera a buscar alguna máquina de café instantáneo como las
que hay en cada esquina de cada facultad de Europa. Resulta que en esta no, ni
máquina de café, ni de aperitivos, solo una de refrescos y que aparentemente no
funcionaba. Así que haciendo un esfuerzo estoico me senté en un banco sin
aplacar ni mi hambre ni mi sed y comencé a leer mis notas. Todas eran muy
confusas y aún eran insuficientes para elaborar una hipótesis con la que
pudiera resolver el caso. De hecho ahora habían aparecido otros interrogantes
¿Murió la Poesía por una traición? ¿Habría enloquecido hasta hacerse
irreconocible para luego defenecer? ¿Hubiera abandonado su trono para
confundirse con lo popular y reconocida por la multitud fue presa y asesinada?
Debía seguir investigando.
Pensé
que quizás me faltaban datos, alguien en la Facultad debía saber qué ocurrió y
yo tenía que encontrarlo. Me propuse interrogar a todo aquel sospechoso de
poder haber atentado contra la Poesía y empecé con los profesores. No tuve
mucha suerte con los tres primeros despachos que visité, en dos de ellos los
profesores no estaban por no ser día de tutoría y en el tercero siendo día de
recepción tampoco había nadie haciendo acto de presencia. Fue en el cuarto
donde encontré a un viejo doctor sentado en su silla delante de un ordenador.
Miré hacia todos lados, aquel pequeño cubículo de paredes llenas de humedades y
escasos metros cuadrados que eran compartidos por dos docentes no parecía digno
para alguien de tal categoría. Cuando le conté el porqué de mi visita me pidió
que me sentara y me atendió en un tono muy amable “He aquí lo que yo pienso
sobre el suceso que usted me expone. La poesía contemporánea se ha desarrollado
en una sociedad posmoderna donde la imposibilidad de las Grandes Narrativas ha
desvirtuado los órdenes sociales. Siguiendo la línea expuesta por Rosenau se
debe entender que el orden naciente está arraigado en contradicciones y
ambigüedades y no disminuye el sentimiento de incertidumbre en cuanto al rumbo
que llevan los asuntos mundiales y la probable incidencia del curso de los
acontecimientos en los asuntos personales.”- Me estaba absorbiendo con su
dialéctica pero no estaba entendiendo nada de lo que me decía- “De hecho,
mientras más reconoce uno las contradicciones y acepta las ambigüedades, mayor
es la incertidumbre que experimenta; y esa incertidumbre se intensificará
inevitablemente mientras más pondere uno la multiplicidad de razones que han
llevado a que el fin de la Guerra Fría esté acompañado de inestabilidades
generalizadas”. El discurso siguió durante minutos, quizás horas, no sé, yo
había perdido el hilo en la tercera frase. Cuando acabó se hizo el silencio. Me
levanté de mi asiento en un estado de colapso mental, le di las gracias y
estrechamos las manos. Tuve la sensación que si le hubiera preguntado por otra cosa
me hubiera respondido con las mismas palabras. Anoté en mi cuaderno “¿Habrá
muerto la Poesía de aburrimiento?”
Fuera
del edifico la lluvia había cesado y los estudiantes salían al patio a fumar.
Quise tomarme un descanso y me uní con los fumadores. Me acerqué a un joven que
estaba solo, le pedí fuego y empezamos a hablar. Él me dijo que era italiano,
que estaba allí por una beca Erasmus
Estudio y que se había enamorado de Cádiz. Le dije que cómo no se iba a
enamorar de una ciudad que tiene amaneceres en su bahía y atardeceres en la
Caleta, que celebra unos Carnavales que son la envidia de casi todo el país y
que es una ciudad que ha sido cuna de celebres poetas y músicos. Me respondió
con cierta indiferencia que él no había estado en la bahía ni había visto
ninguna puesta de sol en la Caleta, que aún no conocía los Carnavales y que no
sabía ni de poetas ni músicos gaditanos pero que eso sí, la Punta de San Felipe
y los bares del centro eran ya su segunda casa. Me vi en la obligación de cambiar
de tema y pasé la pelota a su tejado. Le dije que era lector de Pasolini y de
Pavese y que me parecían dos grandes genios. Me respondió con un “Paso che?”. Al regresar al interior de
la Facultad escribí junto a la última anotación “¿Habrá muerto la Poesía de incomprensión?”.
Cuanto
más investigaba más difícil me era atar cabos. Cada dato que comprendía abría
un abanico de posibles problemas a resolver. Necesitaba algo que iluminara el
camino a seguir. Cualquier cosa que conectara los hechos recogidos y le diera
lógica a este cúmulo de ideas. Si algo había sacado en claro es que no sería
capaz de abarcar el asunto si no definía el propio problema. Estaba allí para
descubrir qué o quién había matado a la Poesía pero hasta el momento solo podía
concluir que a la Poesía la habían matado entre todos, le habían pasado un
tractor por encima y luego habían alimentado a los cerdos con su cadáver. De repente vi un cartel que sobresalía en la
montaña de anuncios de la pared. El folio decía “Cambio versos por besos. También
acepto efectivo”. No podía llamar a aquel individuo porque habían arrancado
todas las pestañas con su número de teléfono del inferior de la hoja pero el
enunciado me dio una idea: ¿Y si la Poesía estaba viva pero había sido
secuestrada? Quizás estaba siendo prostituida en algún hotel de carretera
perdido de la mano de Dios. Aunque esta nueva hipótesis abría aún más el
abanico de interrogantes conectaba mucho de los puntos de la investigación. Los
hombres que había visto en la biblioteca no eran poetas eran secuestradores que
hicieron suya a la Poesía. Pero ya no estaba con ellos, alguien la tenía en su
poder ahora. La pregunta era ¿quién?
Todo
empezó a parecerme una conspiración. Por un lado la Academia parecía haber
metido las manos en este asunto para favorecer su perspectiva ideológica; por
el otro casi podría atreverme a afirmar que se había producido un
mercantilización del mundo cultural que habría abatido a todo lo que representase
un foco de resistencia; incluso no descartaba que la propia sociedad cansada ya
de elementos intelectuales hubieran sustituidos a estos por productos
consumibles. Si cualquiera posibilidad era probable no era descartable que yo
fuera un blanco a eliminar por el peligro que supondría que revelase al mundo
mis descubrimientos. De momento decidí fotocopiar mi cuaderno de notas y
esconder la copia de mis hallazgos en alguna esquina de la Facultad con la
intención de que si me quitaran del medio alguien descubriera en algún momento
los documentos escondidos y los sacara a la luz. Me dirigí a la copistería lo
más rápido que pude pero nunca llegué a entrar, un tumulto de personas se
habían encajado en el pequeño hueco del negocio. Como no veía a nadie salir en
un buen rato llegué a pensar que habían quedados atrapados por pura presión. No
podía perder tiempo, no sabía si mi vida corría peligro y tenía una misión que
cumplir.
Había
localizado el problema y puesto cara a los agentes que participaban en él,
ahora era el momento de empezar a desmontar pieza a pieza la investigación. Me
llevaría años resolver el entramado de suposiciones, hipótesis erróneas,
declaraciones contradictorias entre expertos… El edificio número 1 de la
avenida Doctor Gómez Ulla sería a la vez mi base de operaciones y el lugar
donde estaba oculta la solución del crimen. Debía adoptar una postura metódica
para hallar la resolución al enigma y eso haría tras este primer día.
Planifiqué mi jornada diaria de trabajo: En la mañana iría a la biblioteca a
escuchar a los muertos, ellos tuvieron en su haber en algún momento a la Poesía
y nadie mejor que ellos para aprender sobre ésta; al mediodía iría en búsqueda
del viejo doctor para tomar lección de sus palabras; luego, en la cafetería, tomaría
algo para comer y conversaría con el conserje que el primer día no me saludó
pero que ahora cada vez que me ve no deja de hablarme de lo primero que le pasa
por su cabeza; en la tarde iría a las salas de trabajo de la biblioteca, allí
descifraría las palabras del doctor y pasaría a limpio los apuntes del día;
finalmente me dirigiría a la copistería a sacar copias de todo lo hecho en la
jornada y lo escondería en un lugar que no voy a desvelar en este relato.
Durante
los primeros meses el día a día fue duro. Cuando llovía las goteras llevaban el
agua hasta dentro del edifico y el ruido de las gotas contra el tejado simulaba
una ametralladora, lo que no ayudaba a concentrarme. Además la cafetería y la
copistería tenían la extraña tendencia de permanecer vacías durante todo el día
menos en el momento justo que yo decidía ir a ellas, entonces se colapsaban. El
doctor, cuya ayuda me era fundamental, solo atendía 2 veces a la semana y si no
tenía cita libre no podía verlo. Aun así conseguí proseguir mi investigación
aunque los avances fueron costosos y muy lentos. Era de gran ayuda tener el Parque
Genovés en frente de la Facultad, a menudo cuando me sentía hastiado de
trabajar salía a perderme entre la diversidad de árboles de los jardines. Era
parada obligatoria el estanque de los patos, cada vez que iba me imagina a los
animales escapando de la reducida charca y haciendo un exterminio de la
población gaditana como venganza por haberlos condenado a una vida sin más
sentido que el de ser observados. A menudo me sentaba en un banco y me
atormentaba lo que le podría haber pasado a la Poesía ¿Estaba yo empezando a
ser víctima de una desgracia ajena? ¿Hasta qué punto era realmente la desgracia
ajena? ¿Me podrían bastar las herramientas y los conocimientos que se
encontraban en la Facultad de Filosofía y Letras para resolver la
investigación? ¿El fin de la Poesía no era acaso la mayor desgracia que le
podría ocurrir al mundo? Entonces ¿no era yo la última esperanza de la
Humanidad? Estos pensamientos abrumaban mi cabeza casi todos los días. Luego solía salir por la puerta trasera y
asomarme a la barandilla de piedra que daba al mar. Con la serenidad que da el
olor a salitre y el ruido de las olas contra las rocas contaba las gaviotas y
los barcos, contaba las estrellas si a esa hora ya hubiese salido alguna y
contaba las luces que se veían a lo lejos en el arco de la Bahía de Cádiz. Me
imaginaba submarinos nucleares entrando escondidos bajo el agua en la base de
Rota o a los gitanos tocar las palmas en
el Puerto de Santa María o incluso, en un alarde de imaginación extrema,
cientos de barcos de las Américas cargados de oro hundidos en el fondo del mar.
Muchas veces también me veía dentro de
un velero surcando el océano alejándome
de España rumbo a algún país que nunca hubiese pisado un europeo, había otros
días que me veía en medio de la Bahía a bordo de un barco pirata intentando
asaltar la ciudad. Ya ven, la de aventuras y vidas que he vivido dentro de mi
cabeza cuando me asomaba al mar desde el paseo de detrás del Parque Genovés. Era
de mi agrado, si tenía tiempo y fuerza, seguir andando hasta llegar hasta la
playa de la Caleta donde veía a los estudiantes españoles y extranjeros, todos ellos
descamisados, beber litros de cerveza y fumar hachís entre risas y gritos. No es que los envidiase, la vida era más
fácil así o quizás así lo pienso, pero yo había optado por tomar una gran
responsabilidad y no pararía hasta solucionar el caso en el que andaba metido.
No era cuestión de perder el tiempo cuando el mundo agonizaba.
Un
día cualquiera de un mes de primavera estaba en el patio de la Facultad fumando
un cigarro cuando un anciano con una larga barba y que olía a sudor se sentó a
mi lado. Me pidió un cigarro y cuando se lo di me dijo “Entré aquí para
investigar un crimen y aquí sigo. Treinta años después aún no sé quién robó la
imaginación a los jóvenes de entonces. Mira, tengo allí todos mis apuntes”
–señaló con el dedo hacia dentro del edificio donde había un carro de la compra
lleno de documentos- “Cuanto más me acerco al final del asunto me parece que
más me alejo. Empecé basándome en la ideas de Marcuse pero se me quedaron
antiguas y tuve que reiniciar todo mi trabajo. Ahora sigo la corriente de Žižek
pero temo que si sigo tardando también tenga que volver a empezar si sus
teorías dejan de estar de moda”. En cierto modo me vi reflejado en este
anciano. Debía culminar mi investigación antes de ser víctima de mi propio
trabajo. ¿Quién había hecho desaparecer a la Poesía? Lo descubriría en cuestión
de meses, presentaría el caso ante los tribunales académicos y haría justicia.